EL FARAÓN REVOLUCIONARIO
Con ayuda de una computadora, dos investigadores franceses rescataron de los restos de un derrumbe noticias sobre el rey místico que instauró el monoteísmo en Egipto catorce siglos antes de la era cristiana.
Cuando en 1898 un temblor de tierra hizo tambalear los templos faraónicos de la zona de Karnak, en uno de ellos se desplomaron varias columnas y de los escombros surgieron pequeños bloques de piedra grabados y pintados.
En aquel momento los vestigios fueron relegados por los estudiosos, pero ahora, casi un siglo después y con ayuda de la computación, acaba de verificarse que guardan valiosos registros sobre un faraón que renegó de los antiguos dioses para venerar al Sol como único ser supremo.
Este precursor del monoteísmo subió al trono con el nombre de Amenofis IV y luego adoptó el de Akenatón. Su obra se extinguió con su vida más de mil trescientos años antes de Cristo, pues los sacerdotes, además de restablecer los viejos cultos para recuperar los privilegios que habían perdido, lo maldijeron e intentaron borrar su recuerdo. Las más recientes investigaciones confirman que no lo lograron.
Los viejos dioses
"Egipto, don del Nilo". La célebre fórmula que refleja con exactitud el origen de la civilización más duradera de la Antigüedad fue enunciada por el historiador griego Herodoto, quien afirmó que los egipcios eran "los más religiosos de todos los hombres".
Nómades y cazadores habitaron desde la época prehistórica la estrecha cinta verde encuadrada por el desierto. No conocían las fuentes del río y creían que sólo los dioses podían provocar el milagro de su crecida. Para dominar las inundaciones, las tribus se agruparon rápidamente en provincias y luego en dos reinos: uno en el valle, que reverenciaba al dios Seth, y otro en el delta, bajo el signo del dios halcón Horus.
Más tarde el país se unificó y la capital se instaló en Menfis, cerca de Heliópolis, ciudad adoradora del Sol. Desde entonces se atribuyó al soberano naturaleza divina. Primero se lo identificó con Horus; luego se le sumó el título de hijo de Ra (el dios resplandeciente) y se levantaron pirámides para que al morir pudiera ascender hasta él.
Cuando los príncipes de Tebas trasladaron la capital a su ciudad, su dios -Amón- pasó a primer plano y se convirtió en el rey de los dioses.
Claro que además de él existían otros, que se contaban por centenares. Los humildes, fieles a sus tradiciones, veneraban en cada provincia a una deidad principal y varios ídolos secundarios. La zoolatría primitiva sobrevivió en la adoración del buey Apis, los cocodrilos del Nilo y los dioses que conservaban rasgos animales. Escarabajos y amuletos representaban innumerables divinidades menores.
El culto oficial, por su parte, concretó principios morales en mitos que reflejaban el conflicto entre el bien y el mal. El más popular cuenta que el malvado Seth despedazó el cuerpo del benéfico Osiris, pero Isis y Horus (la esposa y el hijo de Osiris) encontraron los fragmentos y lo revivieron. Encarnación de los anhelos de justicia y eternidad, Osiris presidía el tribunal que juzgaba a los hombres después de la muerte, con ayuda de Tot, encargado de pesar las almas.
Una figura singular
Después de haber sufrido la invasión de un pueblo de origen sirio (los hicsos, que habían adoptado como propio a Seth, dios del desierto y del mal), los príncipes de Tebas restauraron una vez más el poder de los faraones.
Para asegurar sus conquistas, Egipto necesitaba un monarca guerrero... pero el destino le tenía reservado un místico: Amenofis IV, una de las figuras más curiosas de la Historia. En él se mezclaba la estirpe egipcia con sangre semita e indoeuropea. De rostro delicado y físico endeble, en cuanto subió al trono se casó con Nefertiti, una bella princesa con quien tuvo siete hijas.
Amenofis llevó a cabo una verdadera revolución religiosa: rompió con Tebas, despojó a Amón del título de dios dinástico y se consagró por entero al culto del dios solar Atón. Cambió su nombre por el de Akenatón (servidor de Atón) y mandó construir una residencia real a la que llamó Aketatón (horizonte de Atón, hoy Tell-el-Amarna), modelo de urbanismo.
Cierto es que en su decisión hubo una dosis de cálculo político tendiente a disminuir el poderío del clero de Amón, una casta hereditaria cuyas posesiones casi igualaban el patrimonio real. Ya sus predecesores, temerosos de la hegemonía sacerdotal, habían favorecido otros santuarios, en especial el de Heliópolis, donde se profesaba una doctrina que aceptaba al Sol como creador de todas las cosas.
Amenofis III había bautizado con el nombre de "Atón es resplandeciente" su palacio de Tebas y uno de sus regimientos. Su hijo fue mucho más lejos: confiscó los bienes de los templos, abolió los cultos de Amón y los otros dioses principales e hizo destruir sus estatuas. Ni siquiera el popular Osiris se libró de esa suerte.
El dios único
Akenatón tenía un temperamento contemplativo: era un poeta, un soñador sensible a las nociones de belleza, humanidad y justicia, un rey "ebrio de dios".
Atón era el único dios. No se lo representaba como un hombre con cabeza de animal; se lo adoraba bajo la forma de un signo abstracto, un disco de rayos benéficos. El faraón era sumo sacerdote y profeta. Lo decía en su célebre himno a Atón: "Estás en mi corazón; fuera de mí, nadie te comprende."
El monoteísmo se afirmó indiscutiblemente. "Has creado la tierra a tu gusto, cuando estabas solo." El mundo aparecía como creación ininterrumpida del dios; cosas, bestias, hombres, el día y la noche: "La tierra está sumida en las tinieblas, como muerta, y calla porque aquél que lo ha creado todo descansa en su horizonte. Pero llega la aurora, Tú te levantas y tu resplandor disipa las tinieblas". El himno contiene la idea de una religión universal: "Tú has creado los países extranjeros, Siria, Nubia, y la tierra de Egipto. Tú pones a los hombres en su lugar; sus lenguas hablan diversamente, como son diversos su aspecto y su piel, pues Tú has hecho diferentes a los pueblos".
Reformas sociales
El profundo humanismo de Akenatón se tradujo, asimismo, en un conjunto de medidas que favorecían el individualismo y una cierta democratización de las costumbres. Antes, el soberano elevaba sus plegarias a Amón recluido en un recinto sombrío; era una plática silenciosa y sin testigos, dirigida por un clero hermético y estricto. Ahora que el Sol brillaba sobre todos por igual, el culto empezó a celebrarse en presencia del pueblo y, para que fuera más accesible, se sustituyó la lengua arcaica y literaria por el egipcio vulgar.
El faraón hizo pública su vida cotidiana, dejó de ser un ídolo ante el que había que arrastrarse. El arte se tornó realista y familiar; las pinturas de las tumbas de Tell-el-Amarna aparecen plenas de dulzura y movimiento. Bajo el radiante disco solar, los bajorrelieves muestran al rey y la reina en la intimidad, con sus hijas sobre las rodillas.
Sus preocupaciones espirituales apartaron a Akenatón de otros deberes. Permaneció indiferente a la política exterior y sus adversarios se aprovecharon de ello. Cuando murió, hacia 1354 a.C., Nefertiti tuvo que hacer concesiones ante el clero de Amón, que se había reorganizado. Casó a una de sus hijas con el joven príncipe Tutankatón, de doce años, quien restauró el culto tradicional y se hizo llamar Tutankamón. El hallazgo de su tumba intacta en 1922 concedió a este personaje una notoriedad que no guarda proporción con su importancia histórica.
Con ayuda de una computadora, dos investigadores franceses rescataron de los restos de un derrumbe noticias sobre el rey místico que instauró el monoteísmo en Egipto catorce siglos antes de la era cristiana.
Cuando en 1898 un temblor de tierra hizo tambalear los templos faraónicos de la zona de Karnak, en uno de ellos se desplomaron varias columnas y de los escombros surgieron pequeños bloques de piedra grabados y pintados.
En aquel momento los vestigios fueron relegados por los estudiosos, pero ahora, casi un siglo después y con ayuda de la computación, acaba de verificarse que guardan valiosos registros sobre un faraón que renegó de los antiguos dioses para venerar al Sol como único ser supremo.
Este precursor del monoteísmo subió al trono con el nombre de Amenofis IV y luego adoptó el de Akenatón. Su obra se extinguió con su vida más de mil trescientos años antes de Cristo, pues los sacerdotes, además de restablecer los viejos cultos para recuperar los privilegios que habían perdido, lo maldijeron e intentaron borrar su recuerdo. Las más recientes investigaciones confirman que no lo lograron.
Los viejos dioses
"Egipto, don del Nilo". La célebre fórmula que refleja con exactitud el origen de la civilización más duradera de la Antigüedad fue enunciada por el historiador griego Herodoto, quien afirmó que los egipcios eran "los más religiosos de todos los hombres".
Nómades y cazadores habitaron desde la época prehistórica la estrecha cinta verde encuadrada por el desierto. No conocían las fuentes del río y creían que sólo los dioses podían provocar el milagro de su crecida. Para dominar las inundaciones, las tribus se agruparon rápidamente en provincias y luego en dos reinos: uno en el valle, que reverenciaba al dios Seth, y otro en el delta, bajo el signo del dios halcón Horus.
Más tarde el país se unificó y la capital se instaló en Menfis, cerca de Heliópolis, ciudad adoradora del Sol. Desde entonces se atribuyó al soberano naturaleza divina. Primero se lo identificó con Horus; luego se le sumó el título de hijo de Ra (el dios resplandeciente) y se levantaron pirámides para que al morir pudiera ascender hasta él.
Cuando los príncipes de Tebas trasladaron la capital a su ciudad, su dios -Amón- pasó a primer plano y se convirtió en el rey de los dioses.
Claro que además de él existían otros, que se contaban por centenares. Los humildes, fieles a sus tradiciones, veneraban en cada provincia a una deidad principal y varios ídolos secundarios. La zoolatría primitiva sobrevivió en la adoración del buey Apis, los cocodrilos del Nilo y los dioses que conservaban rasgos animales. Escarabajos y amuletos representaban innumerables divinidades menores.
El culto oficial, por su parte, concretó principios morales en mitos que reflejaban el conflicto entre el bien y el mal. El más popular cuenta que el malvado Seth despedazó el cuerpo del benéfico Osiris, pero Isis y Horus (la esposa y el hijo de Osiris) encontraron los fragmentos y lo revivieron. Encarnación de los anhelos de justicia y eternidad, Osiris presidía el tribunal que juzgaba a los hombres después de la muerte, con ayuda de Tot, encargado de pesar las almas.
Una figura singular
Después de haber sufrido la invasión de un pueblo de origen sirio (los hicsos, que habían adoptado como propio a Seth, dios del desierto y del mal), los príncipes de Tebas restauraron una vez más el poder de los faraones.
Para asegurar sus conquistas, Egipto necesitaba un monarca guerrero... pero el destino le tenía reservado un místico: Amenofis IV, una de las figuras más curiosas de la Historia. En él se mezclaba la estirpe egipcia con sangre semita e indoeuropea. De rostro delicado y físico endeble, en cuanto subió al trono se casó con Nefertiti, una bella princesa con quien tuvo siete hijas.
Amenofis llevó a cabo una verdadera revolución religiosa: rompió con Tebas, despojó a Amón del título de dios dinástico y se consagró por entero al culto del dios solar Atón. Cambió su nombre por el de Akenatón (servidor de Atón) y mandó construir una residencia real a la que llamó Aketatón (horizonte de Atón, hoy Tell-el-Amarna), modelo de urbanismo.
Cierto es que en su decisión hubo una dosis de cálculo político tendiente a disminuir el poderío del clero de Amón, una casta hereditaria cuyas posesiones casi igualaban el patrimonio real. Ya sus predecesores, temerosos de la hegemonía sacerdotal, habían favorecido otros santuarios, en especial el de Heliópolis, donde se profesaba una doctrina que aceptaba al Sol como creador de todas las cosas.
Amenofis III había bautizado con el nombre de "Atón es resplandeciente" su palacio de Tebas y uno de sus regimientos. Su hijo fue mucho más lejos: confiscó los bienes de los templos, abolió los cultos de Amón y los otros dioses principales e hizo destruir sus estatuas. Ni siquiera el popular Osiris se libró de esa suerte.
El dios único
Akenatón tenía un temperamento contemplativo: era un poeta, un soñador sensible a las nociones de belleza, humanidad y justicia, un rey "ebrio de dios".
Atón era el único dios. No se lo representaba como un hombre con cabeza de animal; se lo adoraba bajo la forma de un signo abstracto, un disco de rayos benéficos. El faraón era sumo sacerdote y profeta. Lo decía en su célebre himno a Atón: "Estás en mi corazón; fuera de mí, nadie te comprende."
El monoteísmo se afirmó indiscutiblemente. "Has creado la tierra a tu gusto, cuando estabas solo." El mundo aparecía como creación ininterrumpida del dios; cosas, bestias, hombres, el día y la noche: "La tierra está sumida en las tinieblas, como muerta, y calla porque aquél que lo ha creado todo descansa en su horizonte. Pero llega la aurora, Tú te levantas y tu resplandor disipa las tinieblas". El himno contiene la idea de una religión universal: "Tú has creado los países extranjeros, Siria, Nubia, y la tierra de Egipto. Tú pones a los hombres en su lugar; sus lenguas hablan diversamente, como son diversos su aspecto y su piel, pues Tú has hecho diferentes a los pueblos".
Reformas sociales
El profundo humanismo de Akenatón se tradujo, asimismo, en un conjunto de medidas que favorecían el individualismo y una cierta democratización de las costumbres. Antes, el soberano elevaba sus plegarias a Amón recluido en un recinto sombrío; era una plática silenciosa y sin testigos, dirigida por un clero hermético y estricto. Ahora que el Sol brillaba sobre todos por igual, el culto empezó a celebrarse en presencia del pueblo y, para que fuera más accesible, se sustituyó la lengua arcaica y literaria por el egipcio vulgar.
El faraón hizo pública su vida cotidiana, dejó de ser un ídolo ante el que había que arrastrarse. El arte se tornó realista y familiar; las pinturas de las tumbas de Tell-el-Amarna aparecen plenas de dulzura y movimiento. Bajo el radiante disco solar, los bajorrelieves muestran al rey y la reina en la intimidad, con sus hijas sobre las rodillas.
Sus preocupaciones espirituales apartaron a Akenatón de otros deberes. Permaneció indiferente a la política exterior y sus adversarios se aprovecharon de ello. Cuando murió, hacia 1354 a.C., Nefertiti tuvo que hacer concesiones ante el clero de Amón, que se había reorganizado. Casó a una de sus hijas con el joven príncipe Tutankatón, de doce años, quien restauró el culto tradicional y se hizo llamar Tutankamón. El hallazgo de su tumba intacta en 1922 concedió a este personaje una notoriedad que no guarda proporción con su importancia histórica.
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